Viaje en moto a los volcanes de Ecuador, 1980
Por: Sergio Gaviria Melo
Chía, noviembre de 2023
Imagen de referencia
En una reunión en la casa de los hermanos Manuel Arturo y Bernardo Gómez, el amigo Juan Pablo Ruiz, fiel a su alta dosis de iniciativa y liderazgo, nos propuso que organizáramos un viaje a Ecuador en moto, con dos objetivos: visitar a la novia ecuatoriana de Manuel Arturo y sus amigas en Quito, y escalar alguno de los volcanes nevados de ese país. Junto con los hermanos Gómez, estrenaba cada uno de los tres muchachos su respectiva moto roja de cuatro tiempos marca Honda 250 cc, fantásticos aparatos para recorrer el país. Aunque lo supe más adelante, el viaje también tenía el objeto de brindar a Bernardo una aventura memorable en su corto tiempo de vida, plazo conocido que terminó poco tiempo después como consecuencia de una enfermedad congénita del corazón que ya había matado al menor de los tres hermanos.
-Don Sergio, me dijo Juan Pablo como siempre le gustó llamarme, se anima? A lo que respondí: claro Juan Pablo, el único problema es que no tengo moto y nunca he manejado una. Fresco, maestro, andando se aprende!
A los pocos días me llamó Juan Pablo para preguntarme, como la cosa más natural, si me había decidido. A la tercera llamada resolví ir a visitar el almacén automotriz de un amigo donde encontré, entre la oferta de motos, una linda enduro Honda 185 de color azul, con motor de cuatro tiempos. Confirmado el precio y las facilidades de pago, salí esa tarde del almacén con mi nueva moto que incluía, como oferta adicional gratuita, la licencia de conducción o pase!
Llamé a Juan Pablo y le dije: listo Juan Pablo, ya tengo la moto, cuando arrancamos? Así me gusta don Sergio, estamos cuadrando el viaje para dentro de ocho días, es posible que nos acompañen otros dos amigos.
El tiempo a mitad de año era favorable para mí y coincidía con un acumulado de días libres en mi empleo de Ingeominas que me permitía disponer de cuatro semanas de vacaciones.Preparé en un tula de expedición el equipaje de viaje y el equipo de escalada, lo que resultó en un voluminoso bulto que pesaba 30 kilos. Los primeros ensayos de conducción se dieron directamente en la ruta de viaje hacia el sur, por la premura de la partida no hubo tiempo para más preparativos.
A la nula experiencia en el manejo de motos, se unía lo liviano del aparato, factor que lo hacía difícil de controlar en las carreteras de montaña llenas de curvas que emprendimos ese día, camino al valle del río Magdalena. Poco a poco fui ganando en confianza sin despegarme de mis compañeros, en total éramos seis jóvenes quienes emprendimos el viaje hacia Quito.
Llegamos por la tarde al pueblo de Saldaña en el Tolima, donde nos esperaba Marcelo Arbeláez para alojarnos esa noche en la finca de la familia. Allí tocó iniciar la reparación y ajuste de las motos, la mía estaba impecable y relucía por lo nueva. Al día siguiente nos despedimos de Marcelo y emprendimos camino a Ibagué para atravesar la cordillera Central por el paso de la Línea. En esa época la vía era muy estrecha y los camiones debían en algunos casos, tomar las curvas en dos tiempos para lograr doblarlas. Pocas motos se veían en las carreteras y debíamos manejar con mucha precaución para no sufrir algún accidente que lamentar. Después de haber superado ese obstáculo natural y atravesar desde Calarcá los verdes paisajes de la zona cafetera, tomamos rumbo a Cali por las vías rectas del Valle del Cauca y los campos de caña de azúcar. Al caer la tarde, decidimos buscar un lugar al lado de la carretera para armar las carpas y pasar la noche.
En la siguiente jornada continuamos el camino hacia Cali y Popayán, pero Juan Pablo se sintió mal y decidió parar el viaje un par de días para reponerse. En Popayán tomamos la decisión de dividirnos en dos grupos: yo seguiría con los hermanos Gómez hacia Quito y Juan Pablo y los otros dos amigos que tenían problemas mecánicos con sus motos, harían las reparaciones del caso y acompañarían a Juan Pablo mientras se recuperaba.
El viaje a Pasto continuó por la vía Panamericana que en ese entonces tenía muchos sectores destapados. Descendimos al valle del río Patía pasando por el pueblo de Mercaderes, monte para abajo y luego monte para arriba, descenso vertiginoso al cañón de Juananbú, ascenso al pueblo de Chachagüí y llegada a Pasto para pernoctar.
El recorrido nos llevó al otro día por la sinuosa carretera que conduce a Ipiales, donde llegamos hacia mediodía para el paso de la frontera en Rumichaca. Averiguados los papeles que requeríamos para el ingreso a Ecuador con las motos, nos encontramos con la desagradable sorpresa que era día sábado y el Consulado de Ecuador donde deberíamos recibir un permiso de importación temporal de los vehículos, estaba cerrado hasta el lunes siguiente. Amablemente alguien nos indicó la dirección de la secretaria encargada de este trámite, lugar a donde acudimos sin mucho optimismo de lograr ese día el propósito. Para nuestra sorpresa, la amable señora nos atendió, preparó rápidamente los documentos y salió de la casa entregando a cada uno el permiso con una sonrisa y la frase lapidaria: “Aquí está su documento, son tantos dólares”. De cualquier forma, resultó más económico que dos días de permanencia en Ipiales esperando el paso.
Pasada la frontera y en territorio ecuatoriano, continuamos recorriendo topografías de montaña por los verdes paisajes del norte de Ecuador para descender luego al valle seco del río Chota con población predominantemente negra. Llegamos a Ibarra, linda ciudad rodeada de volcanes donde Manuel Arturo nos dijo que él quería llegar esa misma tarde a Quito para encontrar a su amada. Dicho y hecho, aceleró la moto y lo perdimos pronto de vista. ConBernardo seguimos el camino y continuamos hasta Cayambe donde nos desviamos de la vía principal para buscar un lugar tranquilo donde armar la carpa y pasar otra noche. Cocinamos, comimos y descansamos del duro viaje, en ese momento yo ya había adquirido cierta destreza y no hubo ningún incidente en lo que llevábamos de viaje.
El día amaneció radiante, a la izquierda de nuestro campamento se veía en lo alto la gran mole nevada del volcán Cayambe que me había negado su cumbre unos años antes, en un viaje que hicimos con varios amigos en Renault 4. En esa ocasión, con Miguel Angel Afanador, conocido como el Papito, tratamos de subir a esa cumbre de 5800 metros a la que no logramos llegar. El relato de esta aventura lo escribió dramáticamente Miguel Angel en la Revista de Campo Abierto (No. 2/1978) que tituló “Algo lejos”. Allí cuenta la experiencia de pasar un par de días en medio de ventiscas y nevadas, durmiendo entre las piedras del borde de un glaciar, cerca a 5000 metros de altura, y regresando empapados hasta los huesos sin lograr ver la montaña más allá de unos cuantos metros.
Recordando aquello, propuse a Bernardo buscar una trocha que subía a un pequeño refugio al pie del glaciar principal del Cayambe aprovechando el buen tiempo. Empacado el equipaje, seguimos el plan trazado y nos dimos el gusto de observar con gran detalle esa montaña en todo su esplendor. Quedó para otra ocasión la idea de programar una visita para subir a ese hermoso volcán, por lo pronto teníamos una cita con los amigos en Quito. Terminamos el recorrido de viaje hacia mediodía llegando a la casa de María, donde al rato aparecieron los tres amigos que venían en la retaguardia. El cansancio del viaje que hicieron en dos jornadas desde Popayán, se notó en ese momento. Los tres quedaron dormidos sobre el prado bajo el sabroso sol de la tarde. Todo el personal fue alojado generosamente en la casa familiar de María, una hermosa quiteña de cabello negro y ojos verdes, enamorada de Manuel Arturo. Allí conocimos al hermanito Santiago que nos cayó muy en gracia y que Juan Pablo, con actitud de buen maestro, lo acogió como su acólito en un discurso “académico” disfrazado con toga y bonete.
A la mañana siguiente aparecieron las amigas y la hermana de María, otras lindas chicas con quienes nos dimos el placer de llevar, cada uno en su moto, a un delicioso paseo por la ciudad y sus alrededores, incluido el colegio de niñas donde acababan de graduarse. Los colombianos éramos en ese momento los ejemplares de mostrar, para envidia de otras jóvenes de la sociedad quiteña. En el recorrido entramos a una serie de túneles nuevos que daban acceso a otro lado de la ciudad. En un punto intermedio nos paró la policia, en ese sistema vial era prohibida la circulación de motos por razones de seguridad. Con algo de ingenuidad y buen humor, sin saber que hacer con tan nutrido grupo, decidieron soltarnos y pudimos continuar nuestro camino.
Con Juan Pablo habíamos programado salir al día siguiente para escalar el volcán Cotopaxi de 5980 metros a 60 kilómetros al sur de Quito. Yo conocía la ruta por haber estado en la cumbre al borde del cráter con los hermanos Antonio y Pepe Curcio en 1976 en un evento llamado Tercera Confraternidad Internacional de Montañistas, procedentes de todos los países andinos, a la que fuimos en representación de Campo Abierto. El evento culminaba con el ascenso al Cotopaxi, cuya ruta normal no tenía mayor dificultad pues seguía un camino en forma de S que bordeaba un extenso campo de hielo plagado de grietas. En el ascenso se pasaba debajo de una gran pared en la base del cráter conocida como Yanasacha que en lengua quechua significa Roca Negra. La parte final es una fuerte pendiente de nieve que sube al borde superior, desde donde se domina sobre varios centenares de metros, el fondo humeante del cráter. Por ese camino, la única dificultad objetiva es la adaptación a la altura de casi 6000 metros.
La vía de acceso lleva a un gran refugio a 4500 metros muy bien organizado, localizado al pie del glaciar occidental dentro del Parque Nacional Cotopaxi. Desde allí se puede ascender al volcán en una jornada saliendo antes del amanecer. Sin embargo, nuestros planes eran muy distintos, íbamos con nuestros morrales de montaña que incluían la carpa y el equipo para cocinar y dormir, además del material de escalada en el glaciar. Llegamos a ese lugar durante la mañana, dejando las motos parqueadas a la intemperie en el punto donde la vía da acceso al refugio. Saludamos a los encargados y sin más espera continuamos el camino subiendo directamente encima del refugio, dirigiendo nuestros pasos en línea recta con dirección a la cumbre. Ascendimos por el glaciar durante toda la tarde, superando los primeros 500 metros de desnivel, hasta que nos alcanzó el atardecer. Buscamos un lugar relativamente plano y armamos la carpa para pasar la noche. Aunque Juan Pablo estaba aún un poco cansado, ya estaba toalmente recuperado de la afección que retrasó su llegada a Quito.
Al otro día el tiempo amaneció despejado y muy frío, empacamos el equipo y continuamos el camino que poco a poco se fue volviendo cada vez más difícil y peligroso. Las grietas iniciales que podíamos superar sin problema pasando sobre puentes de hielo firmes, comenzaron a aparecer cada vez más abiertas y profundas. En varias ocasiones, debimos bordear estos obstáculos explorando el camino para encontrar un paso que nos permitiera continuar el ascenso. Al cabo de algunas horas estábamos metidos en un laberinto de grietas abiertas y llegó el momento en que tuvimos que tomar una decisión drástica: si queríamos coronar la montaña, era necesario saltar sobre una de esas grietas que tenía un puente inconcluso para pasar al otro lado y poder seguir, de lo contrario deberíamos desandar el camino y regresar de nuevo al refugio para tomar el aburrido camino por la ruta normal al día siguiente. Evaluamos la situación de riesgo y decidimos continuar. Juan Pablo me aseguró con la pica clavada en el hielo, me impulsé para dar el salto, llegando con unos pocos metros de vuelo sobre el puente colgante. El paso era firme pero al caer con el peso del cuerpo sentí como las enormes estalactitas de hielo se quebraban debajo del puente y caían al vacío de la grieta con un sonido de cristales rotos. Terminé de pasar el puente, atamos los morrales a la cuerda y Juan Pablo saltó para reunirnos al otro lado de esta enorme grieta.
Las observaciones que habíamos hecho desde el otro lado de la grieta nos mostraban que el glaciar, después de este obstáculo, estaba menos quebrado. Ya se divisaba arriba la roca negra que era nuestro punto de referencia en esa enorme montaña. Debimos sin embargo superar otros pasos verticales en el hielo duro de esas alturas, hasta que por fin alcanzamos la base de Yanasacha. La cuesta final estaba en ese momento expuesta a un viento helado que condensó el agua de las barbas con carámbanos de hielo que jalaban dolorosamente los pelos. Las picas crecieron rápidamente de grosor por la formación de una capa de hielo alrededor del palo. En esos momentos, la cámara con la que estaba tomando las fotos del sol de la tarde y del fascinante paisaje del valle central de Ecuador, flanqueado de volcanes nevados con el Chimborazo de 6300 metros hacia el suroccidente, se trabó por el frío. La temperatura allí debía estar muy baja, lo que hacía que la humedad de la nube que nos envolvía sufriera congelamiento súbito.
Esta situación me recordó un momento de extremo frío en el ascenso al volcán nevado del Tolima en 1976 cuando subíamos para buscar al compañero Herman González, Samurai, y su primo que habían descendido al cráter para no regresar nunca más. En esa ocasión, llegamos a un punto debajo de la cima donde nos envolvió una espesa neblina que condensó la humedad y nos iba congelando. Es común encontrar este fenómeno en los conos volcánicos donde se forma un vórtice de vientos húmedos y muy fríos que condensan en neblinas y que se mantienen indefinidamente cubriendo la cumbre nevada. Años más tarde, en 2015, tuve la ocasión de observar desde la vía Panamericana el cono volcánico del Cotopaxi con las nubes que lo rodeaban, y asistimos al espectáculo de su rápido movimiento viendo como se formaban y deshacían continuamente. En ese momento el volcán tenía un período de fuerte actividad, toda la región estaba cubierta con una fina capa de ceniza que irritaba los ojos y nos hacía toser.
Llegamos a la cumbre al filo del atardecer con la satisfacción de haber superado los obstáculos de esa ruta directa. Nunca supimos si ese camino ya había sido reconocido o no anteriormente por otros montañistas, es poco probable que alguien se haya aventurado por allí. Ese campo de grietas realmente era muy peligroso y nosotros entramos allí sin ningún conocimiento de causa. En esa época, el Cotopaxi aunque activo, era una montaña muy visitada principalmente por montañistas que seguían la ruta normal. Por esa ruta descendimos durante varias horas hasta llegar de nuevo al refugio, tomar las motos y retornar a Quito.
Todos los amigos debían regresar a Colombia para cumplir con sus respectivas obligaciones.mComo en mi caso había logrado organizar el tiempo para una permanencia de viaje un poco más larga, resolví despedirme de ellos y hacer en solitario otros programas en Ecuador que incluían el ascenso al volcán Chimborazo.
De ese grupo, Bernardo y Manuel Arturo ya no están con nosotros, la misma enfermedad que se llevó a sus hermanos, también acabó con la vida de Manuel Arturo hace unos pocos años. Por alguna razón que desconozco, Juan Pablo se dirigía a él con el nombre de “Lázaro”, apodo premonitorio de un grave accidente en Suesca ocurrido en 1983 cuando una roca desprendida de la pared le fracturó el cráneo durante una escalada nocturna con Marcelo Arbeláez y José Fernando Machado, narrada en el libro “De los Andes al Everest”. Manuel Arturo se repuso de ese evento y vivió feliz muchos años, junto con Ana María Romero, visitando las rocas desde su casa de San Pablín, vecina a sus amigos Juan Pablo y Marcelo. Ana María me confirmó que el apodo nació al regreso del viaje en moto a Colombia. Cuando estaban descansando al lado de la vía, Manuel Arturo no quería seguir, clamaba por devolverse a Quito y quedarse con su novia. Para animarlo a continuar el viaje, Juan Pablo sentenció: “Lázaro, levántate y anda”.
Esta historia narra las aventuras de unos jóvenes de los años 80, amantes de la naturaleza, y de las experiencias deportivas fuertes que los llevaron por diferentes caminos a las montañas, primero en Colombia, luego en Ecuador, en mi caso a los Alpes y a los Pirineos. Juan Pablo y Marcelo lograron en el transcurso de la vida visitar otros países y escalar las montañas más altas de todos los continentes en expediciones colombianas con propósitos innovadores y cumpliendo sus sueños de vivir de su afición por las montañas.
Hoy Juan Pablo vive con fortaleza su última jornada en este mundo. Las experiencias adquiridas en toda una vida de pasión por la naturaleza en la alta montaña que lo hicieron vivir momentos de extrema exigencia, tanto física como mental, hacen pensar que su partida de este mundo será, en su interior, tan excepcional como su vida. Muchas de sus historias han sido publicadas en libros y artículos de prensa, son conocidas y admiradas por el carácter ambicioso de todos los proyectos emprendidos, casi siempre exitosos. Hoy me uno a tantas personas que desean despedir a Juan Pablo, narrando otras historias que no fueron escritas en su momento, pero que quedaron para siempre en la memoria de los protagonistas. Honrar la vida de un amigo y compañero de lides deportivas y ambientales mientras se encuentra en vida, es tal vez el mejor homenaje que se me ocurre hacer hoy a Juan Pablo.